INTRODUCCIÓN
Una imagen. Quizás una sola imagen valga para explicar
el título de este ensayo. Más que el título, su esencia. O su origen. Y no por
la imagen en sí, sino por su carga significativa y emblemática. Por su barniz
lírico y trágico. Aceptaremos, antes, que existen momentos en la historia, más
bien escenas, que parecen concentrar todo el peso del destino de un pueblo, que
parecen insertarse en la misma médula de sus dinámicas sociales y culturales
futuras. Escenas de naturaleza catalítica: por un lado, parecen converger en
ellas todas las circunstancias –múltiples, aleatorias y heterogéneas– que las
provocan; y por el otro, parecen actuar como el disparadero de un nuevo cauce
histórico, que no solo no refunde los atributos de los agentes de cambio, sino
que incrementa la complejidad de sus relaciones. Escenas, sin embargo,
filtradas por la subjetividad de quien las contempla retrospectivamente, con la
distancia de los siglos, con la ventaja de conocer los acontecimientos desde
una perspectiva panorámica, y, sobre todo, con la inevitable libertad que
otorga moverse en la esfera de lo simbólico. Escenas como esa imagen que quizás
sirva para explicar el título de este ensayo. O su esencia. O su origen.
Escenas como la que sigue:
Los segundos parecen contraerse en la plaza de
Cajamarca cuando el extraño objeto sale despedido por las manos impacientes del
inca. El aire se adelgaza. Y la caída del libro se vuelve densa, porque acumula
desde su impulso una carga feroz de desprecio, incomunicación e ira. El inicio del vuelo coincide con el estupor del sacerdote viracocha, quien abre, de forma
brusca, ojos y boca. No digiere lo que ocurre. El aire sigue comprimiéndose. El
rostro del inca, embebido de rabia hasta el instante del lanzamiento, concede
inmediatamente una ranura al desconcierto: una voz, vertical y vertiginosa,
atraviesa su conciencia, mientras el libro, el objeto mudo, sigue cayendo ante
sus ojos como si flotara. “Aparecerán por el mar, y derrocarán el imperio”. Las
palabras de su padre al morir retumban en su interior. Y la expresión de su
cara queda mitigada súbitamente por la duda. Un sonido de arena arrastrada le
hace reparar en que el objeto irritante ha culminado su caída. Entonces fija su
atención en el sacerdote invasor, quien, con el gesto desencajado, está pronunciando unas
palabras enloquecidas. Se produce un estruendo. Los extranjeros entran
en estampida. Y en la confusión de gritos, sangre y lamentos, el inca observa
el objeto arrojado al suelo. Cree oír un crujido grave. Y cree ver cómo la
tierra empieza a resquebrajarse por ese punto. Una sima que avanza imparable
está partiendo su imperio en dos. Es su último delirio antes de ser apresado[1].
El
fragmento reproduce un instante preciso del primer encuentro formal entre los
incas y los conquistadores españoles. El padre dominico Vicente Valverde le
acaba de entregar una Biblia o un breviario a Atahualpa, el rey inca, después
de conminarle a someterse al orden imperial español y a aceptar los postulados
de la fe católica. Al alcanzarle el libro, el religioso español le dice que en
aquel objeto se encuentra la palabra del verdadero Dios. Algunas versiones,
principalmente las del lado español, narran que el inca escruta el libro con
extrañeza, no sabe abrirlo, y, al sentirse burlado, lo lanza al suelo colérico.
Otras versiones, sobre todo del lado indígena, añaden un matiz: Atahualpa,
antes de arrojar el libro, se lo lleva a la oreja esperando oír la palabra del
Dios extranjero[2].
El sacerdote español, por su parte, interpreta el gesto como una acción
sacrílega, y lo profiere a voz en grito, lo que sirve como pretexto a las
huestes de Pizarro para entrar en la plaza y perpetrar la primera gran masacre
en el territorio andino. Los acontecimientos son muy conocidos. Y se analizarán
con mayor detenimiento a lo largo del primer capítulo del ensayo. Si ocupan
esta posición preliminar es por algo ya apuntado en las primeras líneas: su
enorme proyección simbólica.
Esa acción del inca arrojando la Biblia , y la subsiguiente
reacción de los españoles, se erigen como emblema transparente de uno de los
pilares maestros sobre los que se asentará la relación entre las dos culturas:
la incomunicación. Una incomunicación que, por otro lado, no es sino
consecuencia de la propia constitución antagónica de cada uno de los dos
universos culturales que entran en conflicto, insolubles en esencia. De ahí el
enorme impacto de la colisión. De ahí sus consecuencias traumáticas. De ahí esa
resquebrajadura profunda que se produce entre los dos mundos y que he querido
representar de forma figurada en la supuesta visión del inca antes de ser
apresado. De ahí, en definitiva, el concepto de “Perú escindido” que aparece en
el título de este ensayo: porque el Perú, durante la Conquista , parece
partirse en dos mitades antitéticas y enfrentadas.
[1] La
recreación literaria es mía. Aprovecho diferentes informaciones de las crónicas
de la época –tanto del lado español como del lado indígena o mestizo–
extraídas, principalmente, de los trabajos de Antonio Cornejo Polar (1994) y
Manuel Burga (2005). La parte relacionada con la percepción subjetiva del inca
pertenece al terreno de la ficción.
[2] La
relación problemática entre la oralidad –el cauce comunicativo de la cultura
quechua, de condición ágrafa– y la escritura –modo discursivo importado por los
españoles y desconocido hasta entonces en la región andina– se abordará en la
parte inicial del primer capítulo de este trabajo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario