martes, 3 de julio de 2012

Así comienza EL PERÚ ESCINDIDO


INTRODUCCIÓN

Una imagen. Quizás una sola imagen valga para explicar el título de este ensayo. Más que el título, su esencia. O su origen. Y no por la imagen en sí, sino por su carga significativa y emblemática. Por su barniz lírico y trágico. Aceptaremos, antes, que existen momentos en la historia, más bien escenas, que parecen concentrar todo el peso del destino de un pueblo, que parecen insertarse en la misma médula de sus dinámicas sociales y culturales futuras. Escenas de naturaleza catalítica: por un lado, parecen converger en ellas todas las circunstancias –múltiples, aleatorias y heterogéneas– que las provocan; y por el otro, parecen actuar como el disparadero de un nuevo cauce histórico, que no solo no refunde los atributos de los agentes de cambio, sino que incrementa la complejidad de sus relaciones. Escenas, sin embargo, filtradas por la subjetividad de quien las contempla retrospectivamente, con la distancia de los siglos, con la ventaja de conocer los acontecimientos desde una perspectiva panorámica, y, sobre todo, con la inevitable libertad que otorga moverse en la esfera de lo simbólico. Escenas como esa imagen que quizás sirva para explicar el título de este ensayo. O su esencia. O su origen. Escenas como la que sigue:
Los segundos parecen contraerse en la plaza de Cajamarca cuando el extraño objeto sale despedido por las manos impacientes del inca. El aire se adelgaza. Y la caída del libro se vuelve densa, porque acumula desde su impulso una carga feroz de desprecio, incomunicación e ira.  El inicio del vuelo coincide con el estupor del sacerdote viracocha, quien abre, de forma brusca, ojos y boca. No digiere lo que ocurre. El aire sigue comprimiéndose. El rostro del inca, embebido de rabia hasta el instante del lanzamiento, concede inmediatamente una ranura al desconcierto: una voz, vertical y vertiginosa, atraviesa su conciencia, mientras el libro, el objeto mudo, sigue cayendo ante sus ojos como si flotara. “Aparecerán por el mar, y derrocarán el imperio”. Las palabras de su padre al morir retumban en su interior. Y la expresión de su cara queda mitigada súbitamente por la duda. Un sonido de arena arrastrada le hace reparar en que el objeto irritante ha culminado su caída. Entonces fija su atención en el sacerdote invasor, quien, con el gesto desencajado, está pronunciando  unas  palabras enloquecidas. Se produce un estruendo. Los extranjeros entran en estampida. Y en la confusión de gritos, sangre y lamentos, el inca observa el objeto arrojado al suelo. Cree oír un crujido grave. Y cree ver cómo la tierra empieza a resquebrajarse por ese punto. Una sima que avanza imparable está partiendo su imperio en dos. Es su último delirio antes de ser apresado[1].
            El fragmento reproduce un instante preciso del primer encuentro formal entre los incas y los conquistadores españoles. El padre dominico Vicente Valverde le acaba de entregar una Biblia o un breviario a Atahualpa, el rey inca, después de conminarle a someterse al orden imperial español y a aceptar los postulados de la fe católica. Al alcanzarle el libro, el religioso español le dice que en aquel objeto se encuentra la palabra del verdadero Dios. Algunas versiones, principalmente las del lado español, narran que el inca escruta el libro con extrañeza, no sabe abrirlo, y, al sentirse burlado, lo lanza al suelo colérico. Otras versiones, sobre todo del lado indígena, añaden un matiz: Atahualpa, antes de arrojar el libro, se lo lleva a la oreja esperando oír la palabra del Dios extranjero[2]. El sacerdote español, por su parte, interpreta el gesto como una acción sacrílega, y lo profiere a voz en grito, lo que sirve como pretexto a las huestes de Pizarro para entrar en la plaza y perpetrar la primera gran masacre en el territorio andino. Los acontecimientos son muy conocidos. Y se analizarán con mayor detenimiento a lo largo del primer capítulo del ensayo. Si ocupan esta posición preliminar es por algo ya apuntado en las primeras líneas: su enorme proyección simbólica.
Esa acción del inca arrojando la Biblia, y la subsiguiente reacción de los españoles, se erigen como emblema transparente de uno de los pilares maestros sobre los que se asentará la relación entre las dos culturas: la incomunicación. Una incomunicación que, por otro lado, no es sino consecuencia de la propia constitución antagónica de cada uno de los dos universos culturales que entran en conflicto, insolubles en esencia. De ahí el enorme impacto de la colisión. De ahí sus consecuencias traumáticas. De ahí esa resquebrajadura profunda que se produce entre los dos mundos y que he querido representar de forma figurada en la supuesta visión del inca antes de ser apresado. De ahí, en definitiva, el concepto de “Perú escindido” que aparece en el título de este ensayo: porque el Perú, durante la Conquista, parece partirse en dos mitades antitéticas y enfrentadas.


[1] La recreación literaria es mía. Aprovecho diferentes informaciones de las crónicas de la época –tanto del lado español como del lado indígena o mestizo– extraídas, principalmente, de los trabajos de Antonio Cornejo Polar (1994) y Manuel Burga (2005). La parte relacionada con la percepción subjetiva del inca pertenece al terreno de la ficción. 
[2] La relación problemática entre la oralidad –el cauce comunicativo de la cultura quechua, de condición ágrafa– y la escritura –modo discursivo importado por los españoles y desconocido hasta entonces en la región andina– se abordará en la parte inicial del primer capítulo de este trabajo.